viernes, 21 de septiembre de 2012

Guanlao-el-de-la-bicicleta (I)


La campana repicó por todo el pueblo, llamando a sus habitantes. Un extraño en aquel pueblo podría pensar que llamaban a misa, pero a los pocos segundos nadie se dirigió al extremo norte de poblado sino al centro del mismo. Cada vez más caras sonrientes llegaban desde las cuatro calles que desembocaban en la plaza Ricote, lugar famoso para todos debido a Jesús Infante.

Los niños sin embargo salieron corriendo a la puerta sur, hacia la carretera que llegaba de Manila. Carretera por llamarlo de algún modo: en sus lecciones del colegio habían aprendido que las carreteras eran grises y duras, hasta habían visto fotos en el libro que usaba la profesora y que no les dejaba tocar, al ser el único de la escuela. Lo que a su pueblo llegaba era un simple camino de tierra con maleza a los lados, sin permitir que dos coches circularan cómodamente. Desde que tienen memoria sus mayores se referían a ella como “la carretera” al ser el único modo de acceso a Sulu. Todo lo demás, vegetación casi cerrada, con apenas unos antiquísimos senderos hacia otros claros cercanos en los que cada semana se recogía fruta y pastaban los animales de los afortunados dueños de alguna cabra. Al llegar a la carretera, vieron la figura avanzar lenta pero constantemente hacia ellos. Sólo unos pocos se quedaron a esperarle mientras el resto anunciaban entusiasmados por todas las calles la llegada de Guanlao y su bicicleta.

La primera vez que hizo presencia en el pueblo nadie le esperaba. Sólo despertó curiosidad en algunos habitantes que, tras desviar su mirada durante unos instantes preguntándose quién sería aquella nueva cara, volvían a sus labores. Guanlao había estado en más pueblos como aquél, todos distintos pero todos iguales, por lo que optó por actuar como en anteriores veces: un breve recorrido por las calles le permitieron hacerse a la idea de las dimensiones y la forma de Sulu, buscó una plaza céntrica donde tomar algo bien frío y aparcó su bicicleta negra sin descubrir lo que llevaba en la cesta ni en las alforjas. Siempre conseguía hacerse amigo del posadero dejando una buena propina antes de proponerle sus ocultas intenciones. Así era más fácil que fuese el propio dueño del local el que saliese a la plaza y gritase a pleno pulmón las mismas palabras que había escuchado una y otra vez en infinidad de lugares.

-         -  ¡Vecinos, Guanlao el de la bicicleta está aquí! ¡Vengan al Café Infante!

Obviamente nadie nunca sabe quién es Guanlao-el-de-la-bicicleta. Pero como buen posadero, Jesús Infante ha escuchado mil historias provenientes de otros viajeros y habitantes del pueblo que han ido a lejanas localidades para visitar a familiares, y siempre les pregunta ávido de historias y noticias. Y a él le sonaba el nombre de Guanlao y lo que hacía.

Esta vez era distinta. Guanlao no recordaba exactamente si ya había visitado ocho o nueve veces Sulu, pero su primera vez aquí fue diferente a la de la mayoría de los pueblos que frecuentó anteriormente. Casi siempre la gente dejaba lo que tenía entre manos y se iba acercando poco a poco, utilizando a sus hijos y nietos como mensajeros para buscar a los vecinos que vivían más a la periferia y no escucharon al posadero. Un rumor siempre llenaba toda la plaza o calle principal donde descansaba. Nadie podía dejar de hacer conjeturas acerca de quién sería aquél extraño y qué pretendería venderles. Esa bicicleta dejaba todo a la imaginación.

-         -  Seguro que es otro de los cuchillos. El último pensaba que no habíamos visto uno no oxidado en la vida.
-          Sin duda se trata de ungüentos para las mujeres. 
        - Se creerá que tenemos los maridos dinero para tratar las arrugas y verrugas de nuestras señoras, ¡já!
-          - Ojalá venda agujas y alfileres, ¡los tengo todos mellados, es imposible ya!

Pero Sulu había sido bien distinto, pasaron diez minutos y nadie acudía. Es más, una familia atravesó la plaza, saludó a Jesús Infante y ni se detuvieron a mirar la bicicleta. Guanlao tomó una determinación. Se montó en la bicicleta y volvió a recorrer varias veces las calles del poblado mientras recitaba uno de sus pasajes preferidos de un libro español muy famoso. Sin chillar, pero con voz potente. Guanlao imaginaba que conseguiría captar la atención de al menos algunas personas con esa medida extraordinaria. Y así fue. Tras media hora de pasar una y otra vez por delante de las mismas casas narrando la lucha de un hombre con unos molinos que pensando que eran gigantes, logró que varias familias salieran de sus casas detrás de él hasta la plaza del Café Infante. Sin soltar el libro aparcó la bicicleta a su lado y continuó con la lectura en voz alta mientras las distintas familias se miraban silenciosas entre ellas preguntándose quién sería ese extraño hombre. Guanlao llegó al final del capítulo y con una gran sonrisa se dirigió a las no más de veinte personas congregadas alrededor de él y el posadero.

-         - Seguro que a más de uno os sonarán las aventuras de este pobre caballero. ¿Alguien sabe su nombre?

Lo único que perturbó el silencio fue el malestar de todas las familias al encontrarse frente a un nuevo charlatán.

-         - Vamos, amigos. Dudo muchísimo que nadie sepa su nombre, si hasta yo lo he dicho varias veces mientras leía.
-    -  Mire, no sé qué pretenderá vendernos pero ya le advierto que no tenemos dinero. A muchos como usted ya les tuvimos que largar por lo mismo. Somos gente pobre y sencilla que vive del campo y de las ayudas entre vecinos. Márchese y no pierda el tiempo.

Como si fuese una coreografía ensayada a la perfección, todos se dieron media vuelta camino a sus casas.

- Entiendo, no sabe el nombre ni ha escuchado. No pasa nada.

El hombre fornido de unos treinta años que había hablado antes se giró, cayendo en la trampa.

-         -  Somos pobres, pero no idiotas. Tenemos una escuela, ¿sabe? Hasta nuestros hijos saben quién es Don Quijote y su ayudante Pancho- Guanlao sonrío.
-        -   Es Sancho, amigo. Y veamos si sus hijos conocen también a estos otros personajes famosos.

Acto seguido, abrió las alforjas de su bicicleta y decenas de libros aparecieron frente a él. Cogió uno tras dudar unos instantes, se sentó en el suelo y comenzó a leer mientras veía como los niños pedían calladamente a sus padres poder sentarse también a escuchar.

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