La campana repicó por todo el pueblo, llamando a sus
habitantes. Un extraño en aquel pueblo podría pensar que llamaban a misa, pero a
los pocos segundos nadie se dirigió al extremo norte de poblado sino al centro
del mismo. Cada vez más caras sonrientes llegaban desde las cuatro calles que
desembocaban en la plaza Ricote, lugar famoso para todos debido a Jesús
Infante.
Los niños sin embargo salieron corriendo a la puerta sur,
hacia la carretera que llegaba de Manila. Carretera por llamarlo de algún modo:
en sus lecciones del colegio habían aprendido que las carreteras eran grises y
duras, hasta habían visto fotos en el libro que usaba la profesora y que no les
dejaba tocar, al ser el único de la escuela. Lo que a su pueblo llegaba era un
simple camino de tierra con maleza a los lados, sin permitir que dos coches circularan
cómodamente. Desde que tienen memoria sus mayores se referían a ella como “la
carretera” al ser el único modo de acceso a Sulu. Todo lo demás, vegetación
casi cerrada, con apenas unos antiquísimos senderos hacia otros claros cercanos
en los que cada semana se recogía fruta y pastaban los animales de los
afortunados dueños de alguna cabra. Al llegar a la carretera, vieron la figura
avanzar lenta pero constantemente hacia ellos. Sólo unos pocos se quedaron a
esperarle mientras el resto anunciaban entusiasmados por todas las calles la
llegada de Guanlao y su bicicleta.
La primera vez que hizo presencia en el pueblo nadie le
esperaba. Sólo despertó curiosidad en algunos habitantes que, tras desviar su mirada
durante unos instantes preguntándose quién sería aquella nueva cara, volvían a
sus labores. Guanlao había estado en más pueblos como aquél, todos distintos
pero todos iguales, por lo que optó por actuar como en anteriores veces: un
breve recorrido por las calles le permitieron hacerse a la idea de las
dimensiones y la forma de Sulu, buscó una plaza céntrica donde tomar algo bien
frío y aparcó su bicicleta negra sin descubrir lo que llevaba en la cesta ni en
las alforjas. Siempre conseguía hacerse amigo del posadero dejando una buena
propina antes de proponerle sus ocultas intenciones. Así era más fácil que
fuese el propio dueño del local el que saliese a la plaza y gritase a pleno
pulmón las mismas palabras que había escuchado una y otra vez en infinidad de
lugares.
- - ¡Vecinos, Guanlao el de la bicicleta está aquí!
¡Vengan al Café Infante!
Obviamente nadie nunca sabe quién es Guanlao-el-de-la-bicicleta.
Pero como buen posadero, Jesús Infante ha escuchado mil historias provenientes
de otros viajeros y habitantes del pueblo que han ido a lejanas localidades para
visitar a familiares, y siempre les pregunta ávido de historias y noticias. Y a
él le sonaba el nombre de Guanlao y lo que hacía.
Esta vez era distinta. Guanlao no recordaba exactamente si
ya había visitado ocho o nueve veces Sulu, pero su primera vez aquí fue
diferente a la de la mayoría de los pueblos que frecuentó anteriormente. Casi
siempre la gente dejaba lo que tenía entre manos y se iba acercando poco a
poco, utilizando a sus hijos y nietos como mensajeros para buscar a los vecinos
que vivían más a la periferia y no escucharon al posadero. Un rumor siempre
llenaba toda la plaza o calle principal donde descansaba. Nadie podía dejar de
hacer conjeturas acerca de quién sería aquél extraño y qué pretendería
venderles. Esa bicicleta dejaba todo a la imaginación.
- - Seguro que es otro de los cuchillos. El último
pensaba que no habíamos visto uno no oxidado en la vida.
-
Sin duda se trata de ungüentos para las mujeres.
- Se creerá que tenemos los maridos dinero para tratar las arrugas y verrugas de
nuestras señoras, ¡já!
- - Ojalá venda agujas y alfileres, ¡los tengo todos
mellados, es imposible ya!
Pero Sulu había sido bien distinto, pasaron diez minutos y
nadie acudía. Es más, una familia atravesó la plaza, saludó a Jesús Infante y
ni se detuvieron a mirar la bicicleta. Guanlao tomó una determinación. Se montó
en la bicicleta y volvió a recorrer varias veces las calles del poblado
mientras recitaba uno de sus pasajes preferidos de un libro español muy famoso.
Sin chillar, pero con voz potente. Guanlao imaginaba que conseguiría captar la
atención de al menos algunas personas con esa medida extraordinaria. Y así fue.
Tras media hora de pasar una y otra vez por delante de las mismas casas
narrando la lucha de un hombre con unos molinos que pensando que eran gigantes,
logró que varias familias salieran de sus casas detrás de él hasta la plaza del
Café Infante. Sin soltar el libro aparcó la bicicleta a su lado y continuó con
la lectura en voz alta mientras las distintas familias se miraban silenciosas entre
ellas preguntándose quién sería ese extraño hombre. Guanlao llegó al final del
capítulo y con una gran sonrisa se dirigió a las no más de veinte personas
congregadas alrededor de él y el posadero.
- - Seguro que a más de uno os sonarán las aventuras
de este pobre caballero. ¿Alguien sabe su nombre?
Lo único que perturbó el silencio fue el malestar de todas
las familias al encontrarse frente a un nuevo charlatán.
- - Vamos, amigos. Dudo muchísimo que nadie sepa su
nombre, si hasta yo lo he dicho varias veces mientras leía.
- - Mire, no sé qué pretenderá vendernos pero ya le
advierto que no tenemos dinero. A muchos como usted ya les tuvimos que largar
por lo mismo. Somos gente pobre y sencilla que vive del campo y de las ayudas
entre vecinos. Márchese y no pierda el tiempo.
Como si fuese una coreografía ensayada a la perfección,
todos se dieron media vuelta camino a sus casas.
- Entiendo, no sabe el nombre ni ha escuchado. No
pasa nada.
El hombre fornido de unos treinta años que había hablado
antes se giró, cayendo en la trampa.
- - Somos pobres, pero no idiotas. Tenemos una
escuela, ¿sabe? Hasta nuestros hijos saben quién es Don Quijote y su ayudante
Pancho- Guanlao sonrío.
- - Es Sancho, amigo. Y veamos si sus hijos conocen
también a estos otros personajes famosos.
Acto seguido, abrió las alforjas de su bicicleta y decenas
de libros aparecieron frente a él. Cogió uno tras dudar unos instantes, se
sentó en el suelo y comenzó a leer mientras veía como los niños pedían
calladamente a sus padres poder sentarse también a escuchar.